Hace unos años empecé a preguntarme dónde está el alma de lo que se presenta hoy ante nuestros ojos, dónde esta lo que nos mueve hoy en el arte, cuando estamos sometidos a tanta complejidad. Sabemos que las tecnologías nos engañan, y podríamos pensar que esa confusión desenfoca nuestra conciencia. Pero las imágenes, aunque inciertas, siguen moviéndonos como antes. ¿Cómo es posible?
El artista es un individuo ultrasensible que necesita comprender su entorno, y es el análisis y la creación lo que restablece la calma que le provoca la incertidumbre. Es un proceso donde pone toda su honestidad, su verdad. Dicho así puede parecer un planteamiento demasiado subjetivo o personal, pero no resulta tan difícil comprender la importancia del vínculo alma/artista para que una obra creada cobre sentido. El alma que mueve al artista y que trasciende al espectador. ¿Cómo consigue trascender cualquier mensaje frente a tanto fake, si la imagen tal y como la conocíamos se tambalea?
El concepto trascendencia es hoy una palabra tabú, en arte, una mochila demasiado pesada para hablar en los tiempos que corren. Pero tomémoslo desde un punto de vista filosófico, simplificando. Entonces el concepto de trascendencia solo incluye la idea de superación o superioridad. Sigue habiendo alma porque en la imagen de hoy sigue habiendo transmisión de trascendencia, de lo que está por encima de otras apreciaciones, de lo que nos despierta el interés. Algo tan básico y redundante como esta afirmación es la clave para empezar a buscar respuestas.
El problema es que lo que despierta el interés evoluciona. Todos tenemos muchos ejemplos prácticos que nos sirven para comprobar que lo que nos importaba en el pasado ya no nos importa en el presente. En la tradición filosófica occidental, hay una definición que da muchas pistas de esa evolución: la trascendencia supone un más allá del punto de referencia. Trascender significa la acción de sobresalir, pero también pasar de dentro a fuera de un determinado ámbito, superando su limitación o clausura. Esas limitaciones van siendo modificadas en el ser humano a medida que va transcurriendo la historia. El cristal con el que miramos la obra de arte puede cambiar de color según nuestros conocimientos adquiridos, que a su vez dependerá de otros condicionantes como la sociología, antropología o evolución científica, por ejemplo. No podremos abarcar todos los colores del arcoíris posibles desde que sale y se esconde en el horizonte, pero sí cierta variedad que nos permita vislumbrar una perspectiva lo suficientemente amplia como para poder sacar conclusiones.
Una de las conclusiones es que el color del cristal con el que miramos dependerá de una nueva lectura, necesaria en el arte de nuevas tecnologías. El ser humano aprende, asume y evoluciona hacia nuevos horizontes de percepción. El artista, con esa extremada sensibilidad, percibe los cambios y los adapta a la creación. Lo hace de la misma manera que reorganizaríamos las piezas de un móvil colgante si una de las piezas se hubiera caído y hecho añicos. Reorganizarla para que siga teniendo equilibrio, una función. El artista, inconscientemente analiza los desplazamientos que ha ido sufriendo lo que importa, haciendo posible el cambio de paradigma no solo en la creación sino también en la lectura.
Lo mismo pasa con lo que importa de una imagen. Esa evolución trae consecuencias dramáticas para la función de la imagen y el uso que el artista hace de ella. La imagen acaba perdiendo los pilares que la sustentaban. Por ejemplo, un crucifijo ya no nos conecta directamente con la verdad de un Dios creador, ya no es una verdad absoluta que lo explica todo; o a invención de la fotografía y sus consecuencias por la reproductibilidad y mimetización automática es otro ejemplo muy recurrido en este tipo de divagaciones.
Para definir mejor la imagen que sí nos mueve hay que tener en cuenta otro factor importantísimo con el que hemos tenido que lidiar: la velocidad. Lo que ha descolocado el móvil colgante no ha sido que alguien abriera la ventana y dejara pasar la brisa, el problema es que ha entrado un huracán, por llamar de alguna manera al abismo de descontrol en el que vivimos.
Está claro que hoy tenemos que tomar decisiones más rápidas. Lo importante es actuar lo antes posible, y si te equivocas corregir con la misma rapidez. Se trata de una consecuencia de esa adaptación a los tiempos que vivimos. No nos queda más remedio, no hay tiempo. Cuando alguien intenta comprender el alma, parece que lo último que involucraría son las matemáticas puras, pero las reacciones humanas son cada vez más radicales, como la intuición, y parece que cuando recurrimos a la intuición somos más eficientes en ese ahorro de tiempo y detección de lo incierto. Necesitamos velocidad y veracidad para detectar lo que importa.
Hemos aprendido a surfear por la ingente información que vuela frente a nuestros ojos, aunque no con resúmenes y esquemas de la información positiva, sino que ahora lo útil son los errores. Solo paramos y analizamos cuando detectamos un error, aquello que se sale de su lugar. Y así vamos, de error en error creando puentes entre éstos. Es como leer entre líneas pero con las emociones. Un error que se estira como un chicle, abarcando desde lo que te sorprende hasta la aberración.
No se trata de una narrativa lineal, como sería la lectura de un libro. Saltar de error en error dejando huecos vacíos de información es una lectura transversal. La acumulación de tanta información a la que estamos sometidos nos obliga a ello, a desarrollar un análisis que funciona de manera muy similar a cómo percibimos una instalación, creando puentes entre un elemento y otro; o a lo que en literatura se llama intertextualidad. El relato está sufriendo una expansión en el carácter acumulativo de la instalación, y así proporciona los cortes transversales a su lectura, que pueden aparecen como referencias a otro texto, tiempo o historia, por ejemplo. Si consideramos la historia de la amplificación del espacio y cómo ésta desemboca en las instalaciones artísticas tal y como las conocemos hoy, llegaríamos a la conclusión de que experimentarlas supone una experiencia introspectiva. Frente a esa nueva manera de leer, la metáfora se nos presenta como la solución más eficaz, porque nos abre una nueva dimensión. Nos permite poner cierta distancia para observar mejor el panorama, viajando en una realidad paralela a la realidad que necesita ser comprendida. Consigue hacer aflorar lo sensorial, para que nuestra comprensión resulte más rápida y selectiva.
Por ese motivo me ha interesado siempre el concepto de lo siniestro, desde la perspectiva del psicoanálisis, no desde la estética, sino como territorio de análisis de las emociones del alma, para detectar sus mecanismos. Recurrir a la experiencia introspectiva nos dirige inevitablemente al psicoanálisis, pero sobre todo -cuando la verdad no viene en una tradición impuesta, o en la filosofía que involucra el análisis desde el todo-, la experiencia introspectiva nos remite a la experiencia vivida, a poder comprobar nosotros mismos lo que es verdad. Es decir, el error tiene esa capacidad de hacernos experimentar que algo ha cambiado, que ha dejado de ser como debería ser. Un cambio que se traduce en tensión por culpa del vacío de información que se presenta frente a nosotros y que debemos rellenar con comprensión. El cambio, la materia cambiante, la materia que gana a la imagen reconocida, la deformidad, las dimensiones o producciones incomprensibles son ejemplos que crean tensión en el arte que vemos hoy.
Es como si lo que trasciende hubiera pasado de una imagen símbolo, que solo la entienden los humanos, a una imagen signo, que además del hombre la entienden los animales: un olor, un grito, una sonrisa, una caricia. El regreso a los orígenes para sobrevivir al caos y la desesperación tecnológica a la que estamos abocados. Por eso en mi obra podemos encontrar tanto una narrativa lineal como transversal. Lineal donde imágenes más cercanas al símbolo hablan de desastres ecológicos o sociales frente a los que no reaccionamos o nos comportamos como si nos contaran una película de ciencia ficción; y transversal utilizando elementos de tensión como dimensiones monstruosas, producciones incomprensibles, deformidad o materia casi viva que te meten de lleno en las emociones profundas, para que la intuición y la experiencia vivida hagan su trabajo: aportar la sensación de veracidad a la obra de arte y que ésta contamine al discurso.
24-oct-2024 / ARTICULO
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